No recuerdo muy bien por qué empecé a correr. Sí puedo describir con detalle ese primer día en el que acudí a la gran tienda del deporte, me compré unas zapatillas sin el preceptivo estudio de la pisada, me enfundé unas mallas largas un día del mes de julio de 2012 y me eché a la calle. Sin ningún objetivo, casi sin rumbo. Y después de equiparme con tanto ahínco, correr aproximadamente 5 minutos y caminar otros diez minutos más me hicieron regresar a casa toda orgullosa.
Mi primera meta fue el árbol situado a la altura del (entonces) colegio de mis cuatro hijos; superado el primero, llegó el segundo árbol y el tercero, la papelera de la esquina y así hasta la ermita cercana a casa. Descubrí bastante tiempo después que estaba situada a kilómetro y medio de casa. Y así fueron conquistándose los primeros kilómetros de mis correteos campestres.
Mis primeras sensaciones fueron de superación. Y lloré como hacía tiempo que no lloraba: corría y lloraba; corría y seguía llorando. Así las primeras semanas. ¿La razón? Después de dos años conviviendo a diario con un hipertirodismo severo, de luchar contra esta enfermedad invisible, que te destroza por dentro y no se percibe por fuera; de vivir con el agotamiendo adherido al cuerpo y al alma; me habían dado el alta. Atrás quedaban meses de medicación cambiante, de humor también ambiente y de impotencia.
Correr se había convertido en ese julio de 2012 en mi manera de darle esquinazo a la enfermedad, de “sacarle la lengua” al problema de tiroides, de gritarle a la vida que no iba a dejar que unas hormonas locas se salieron con la suya. No fue fácil adquirir rutinas y, entonces, llegó esa primera carrera animada por amigos corredores de mi trabajo. Me apunté por eso a la Carrera Ponle Freno, a la de mi casa laboral, Antena3 TV. Sin plan de entreno, ni metas, ni relojes, ni pulsaciones, el único objetivo: correr esos 10 kilómetros y acabar la carrera.
Con la única brújula del sentido común, fui escalonando los kilómetros semanales. Desconocía, claro, lo que era hacer unas series, el significado de los cambios de ritmo y todos esos tecnicismos. Había que cruzar la línea de meta y sonreír, ya que un poquito de “postureo” siempre anima. Y lo conseguí, el tiempo en mi caso no era (ni lo será nunca) un factor determinante. Lo esencial, disfrutar. Y en ese momento, quedé atrapada por la magia del correr, seducida por el ambiente, por los voluntarios, por los que te aplauden sin conocerte, por los que piensan que lo tuyo es una proeza, por los que te admiran sin saber que ellos también pueden hacerlo.
A esa primera carrera de diez kilómetros, le sucedieron unas cuantas más. Siempre con esfuerzo, siempre con la lengua fuera y la sonrisa en la cara, siempre “dando manitas” a los niños, siempre sintiéndome una heroína al cruzar la línea de meta. Y confieso –sin preocupación—que no he podido bajar de una hora en los diez kilómetros. Así es la vida. Al principio, me daba rabia. Ahora, aunque creo que alguna vez lo conseguiré, no me frustro.
Soy de esas corredoras, “cuarenteañeras”, que a medida que han ido creciendo los kilómetros en las piernas he ido despojándome de las mallas largas y desprendiéndome de los complejos. No busquen en mí a la corredora estilizada, con una técnica perfecta. Soy una madre de familia numerosa, más bien “rellenita” que anima a otras mujeres y madres a que salgan a correr. No salgo estupendamente delgada en las fotos, pero lo que se ve es lo que hay: algún kilito de más, y mucha felicidad corriendo.
Y, por eso, me dije, ¡a por el primer medio maratón! Fue Madrid, tardé dos horas y 44 minutos en cruzar la meta, pero lo hice. Lloré como la primera vez. Me animaron más que a nadie; me esperaban mis amigos en la meta: Dani, Rubén, Paloma, Óscar; mis hijas Carla y María me empujaron a gritos por diversas calles de la capital. La felicidad inmensa, total, indescriptible. Sólo el que atraviesa esa línea sabe de qué tipo de emoción abrumadora estamos hablando.
Meses después, Valladolid. En ese medio maratón, llegué a ir muchos kilómetros la última, con la ambulancia y los de protección civil siguiéndome los talones. Pero esta “it-mum” fue a su ritmo y también lo acabé. Los 6 últimos entramos en 2:16 y nos descalificaron porque no entramos en 2:15. Lo cierto es que no necesito que un chip me reconozca lo que yo ya se, en una carrera todos corremos los mismos kilómetros, todos cruzamos la misma línea de meta. Todos conseguimos nuestros sueños siempre que éstos sean para llenar de alegría el corazón.
Madrid fue otra vez el reto a conseguir y, entonces, conocí a la “jefa” a Tamara Sanfabio, una mujer maravillosa, una corredora magnífica y una entrenadora exigente y comprensiva. A ella le dediqué mi tercer medio maratón, que me costó mucho porque me fui lesionando. Y sólo nosotras dos sabemos lo que me costó conseguirlo.
Con pantalones cortos, equipación algo más moderna y la firme determinación de correr para divertirme encontré a mi equipo solidario, los Drinking Runners, una pandilla de locos del correr: algunos ultras, otros se enfrentan a triatlones, los más corren maratones y algunos del equipo hacemos lo que podemos; pero cabemos todos. Gracias a Pablo Sánchez Carmenado por liderar al delicioso “equipo Benettón”, cada uno de un color, de un estilo, de un tipo, pero unos animando a los otros en redes y en la calle.
Me encanta animar. Esa es otra faceta de mi locura corredora, cuando he estado lesionada como en los dos últimos años me dedico a empujar a gritos, a hacer fotos, a ser porteadora de agua, geles y todo tipo de artilugios. Animar, os lo aseguro, otorga la misma felicidad que llegar a meta. En esa tarea, con mi amiga Paloma, con quien corrí mi primera San Silvestre vallecana popular, nos hemos animado. La he ayudado a correr los últimos kilómetros de su primer maratón en Sevilla y el segundo en Valencia. Entrando en carrera (con dorsal) en los últimos kilómetros.
Este año, me espera la San Silvestre. Llevo dos carreras de diez desde septiembre que he podido hacerlas “del tirón”, sin sufrir más de la cuenta, y disfrutando como una niña. La Carrera de la Ciencia y la Ponle Freno de este año han sido mis credenciales para los próximos retos. Seguimos sin bajar de la hora y, ¿sabéis? Pues que me da igual. Sólo quiero ser feliz corriendo, que más mujeres “normales” se animen a correr como yo o conmigo.
Y siempre, siempre en mi calendario la Carrera de la Mujer. Cada año llevo en mi corazón el nombre de aquellas dos amigas que tienen cáncer y que están pelando a brazo partido. Este año, una de ellas, mi gran amiga Gema nos dejó. Corrí con todas mis fuerzas, a ella le encantó que lo hiciera, le dediqué la mejor de mis miradas de ánimo al pasar la meta: ella se quedó con mi sonrisa y se la ha llevado para siempre. Este año la volveré a correr, sabiendo que todo esfuerzo en la lucha contra el cáncer es poco.
¿Y por qué corro? Corro porque me gusta el esfuerzo del camino, la soledad de los entrenos y el jolgorio de las carreras. Adoro el ambiente festivo de cada carrera, encontrarme con mi equipo solidario, no encontrar la meta en una carrera bajo la lluvia y hacer kilómetros de más. Corro para animar a los valientes, a los que llegan los últimos y para animar a todos, especialmente a las mujeres a que corran.
Mi próxima meta… sí, claro, correr un maratón. Espero que algún día llegue “ese día”, en el que me vea con fuerzas, con tiempo y en el que las lesiones me respeten. Quiero sentirme parte de ese gran equipo mundial que se denominan “maratonianos”. Hasta que llegue ese día, me veréis trotando por los caminos campestres de Madrid, con mis pantalones cortos, mis piernas resistentes, feliz, porque soy la @drinkingrunner que va a su “p… bola”. Aunque mi gran sueño es correr en la montaña y disfrutar de lo más importante que te da el running: la sensación de libertad.
¡Qué palabras tan emotivas que brotan de sentimientos tan produnfos! Muchas gracias Marta por transmitirnos ese afán de superación, pasión desbordante y alegría contagiosa.
Conseguirás todas las metas que te propongas, nosotras ya vislumbramos esa sonrisa cruzando la línea de un maratón futuro, pero menos lejano de lo que piensas.