El interés de los fabricantes de coches estadounidenses es dirigir a México, fundamentalmente, la producción de los utilitarios más pequeños. El motivo: la mano de obra es mucho más barata –esa ha sido la mayor arma del país latinoamericano para competir, sobre todo, frente a los países asiáticos– y los márgenes resultantes son mayores. En este caso se trata de un Ford crossover o SUV impulsado únicamente por un motor eléctrico que tiene una autonomía de 480 kilómetros sin necesidad de recargar sus baterías. El plan de la firma con sede en Dearborn es que las primeras unidades empiecen a ensamblarse en el verano de 2020 en la fábrica que opera en Cuautitlán (Estado de México), en lugar de Flat Rock (Michigan).
En una nota, la dirección de Ford busca de esta manera que el nuevo vehículo llegue a potenciales clientes globales de una manera más efectiva. México, de hecho, se utiliza también como principal plataforma de los gigantes automovilísticos estadounidenses para distribuir sus vehículos a escala internacional, aprovechando así el enorme abanico de acuerdos comerciales (12 con 46 países) firmado por el país latinoamericano. La demanda de coches de tipo crossover está creciendo, no solo en EE UU sino también en el resto de América y en Europa, a medida que los clientes optan por ellos para sustituir a los utilitarios de tamaño medio.
El anuncio supone un giro de 180 grados en los planes y un revés para la Administración Trump en plena renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC), que quiere inhibir cualquier nueva inversión estadounidense en el vecino sureño. El sector automotriz es, quizá, el que más se juega en la actualización del mayor acuerdo de libre cambio del planeta. En la actualidad, es el mayor catalizador del comercio trilateral y el mayor responsable del abultado déficit comercial estadounidense con México. Si fracasa, por tanto, la automovilística también sería la industria más afectada aunque sus efectos llevarían tiempo en materializarse porque el cambio en la producción no es fácil y los desembolsos en plantas producción en México han sido muy altos en las dos últimas décadas.
La decisión de Ford Motor de trasladar esta línea a México, sin embargo, hacer pensar que el pacto es factible pese a las diferencias. Siempre y cuando EE UU no acompañase su potencial salida del TLC de una salida de la Organización Mundial del Comercio (OMC), el árbitro que regula todas las transacciones a escala global, la mayoría de expertos coinciden en que los intercambios apenas se verían afectados: el diferencial de costes de mano de obra entre México y EE UU es tan amplio y las cadenas de producción están tan integradas en toda la región, que las automotrices preferirían pagar el nuevo arancel y seguir adelante con su producción en el país norteamericano.
En enero, justo después de comunicar el abandono de una inversión de 1.600 millones de dólares en San Luis Potosí (centro de México) para contentar a Trump, la automotriz anunció el desembolso de 700 millones en el desarrollo de su planta de Flat Rock para que también pudiese producir vehículos eléctricos. Aunque pierda una parte del dinero –la que ya haya destinado a la transformación de su fábrica en Michigan–, la empresa gana por otro lado: hace más rentable la producción de un tipo de vehículo, el eléctrico, que sigue arrojando números rojos en las cuentas de resultados de casi todas las firmas automovilísticas del planeta.
Ford Motor está dirigida desde mayo por James Hackett, que tomó el relevo de Mark Fields –en cuyo mandato, la compañía decidió la cancelación de sus multimillonarios planes de inversión en México–. Al trasladar la producción del vehículo eléctrico, la compañía trata de destinar más recursos al desarrollo del coche autónomo, donde se está concentrado la gran batalla de la movilidad para las próximas décadas. La compañía de Michigan piensa que la oportunidad en ese segmento emergente es mayor de la que pensaron. También que sus planes de reducir su exposición a México son revisables en solo cuestión de meses.