Jerusalén se enfrenta al primer viernes de la ira tras el anuncio de Donald Trump en el que reconoció de forma oficial a la ciudad santa como capital de Israel y adelantó el próximo traslado de su embajada desde Tel Aviv, en un gesto dirigido a sus votantes más más extremistas, los evangélicos. Hoy es día de oración en el mundo musulmán, pero también un día en el que las protestas puedan extenderse a las calles de una capital que reivindican israelíes y palestinos.
Menos de 24 horas después del discurso de Trump llegó una respuesta violenta desde Gaza y Cisjordania, que dejó más de 50 heridos, pero otra pacífica en los barrios árabes de la ciudad santa, ocupados por el estado judío desde 1967, que vivieron una jornada de huelga general. Las marchas de protesta se extendieron y se registraron movilizaciones en Jordania, Líbano, Turquía, Pakistán, Yemen, Afganistán.
Trump defendió que su decisión es «buena para el proceso de paz», pero miles de palestinos no lo vieron así y se echaron a las calles de Ramala, Hebrón y Belén o se acercaron a la verja de separación en Gaza para lanzar piedras, quemar banderas de Estados Unidos y gritar al mundo eslóganes como «Jerusalén es la capital del Estado de Palestina» o «¡Muerte a EE.UU.! ¡Muerte al loco de Trump!·. La respuesta israelí fue la habitual en estos casos, a base de material antidisturbios, balas recubiertas de goma y munición real, lo que dejó al menos a uno de los heridos en Gaza en estado crítico, según fuentes médicas palestinas.
En medio de los altercados, el líder del grupo islamista Hamás,Ismael Haniye, compareció ante los medios para anunciar que «no se puede hacer frente a la política sionista de Estados Unidos más que lanzando una nueva intifada». Un llamamiento a una tercera insurrección popular, como las de 1987 y 2000, que, al menos en sus primeras horas, se quedó en apenas unas decenas de jóvenes en la verja de separación con Israel.
El estado judío reforzó la presencia militar en los territorios ocupados y elevó el nivel de seguridad en los barrios árabes de Jerusalén, que respondieron a Trump con una jornada de huelga general. La ciudad vieja o la calle Saladino, arterias principales de Jerusalén oriental, estuvieron desiertas y con la mayoría de comercios cerrados. «La palabra correcta para definir este momento es depresión. Estoy triste porque me doy cuenta de que estamos solos», lamentaba Moe, seudónimo del dueño de una cafetería en Saladino que, después de veinte años en Estados Unidos, está de vuelta en la ciudad santa.
El ambiente depresivo en Jerusalén Este contrastaba con la normalidad en la zona judía en la que aparecieron algunos carteles de agradecimiento a Trump con el lema «JerUSAlem». El presidente norteamericano les ha tendido la mano, pero según los analistas ha pensado sobre todo en premiar las posiciones sionistas de los votantes evangélicos norteamericanos, a los que debe su elección
El Cinturón de la Biblia
La población protestante evangélica norteamericana –alrededor de un 25 por ciento de la población total– votó en masa por Donald Trump el año pasado, y tres cuartas partes de la misma apoya con entusiasmo la política del presidente. Es ese imponente segmento de población el que sostiene la decisión de la Casa Blanca sobre Jerusalén, y no el 1,9 por ciento judío de Estados Unidos, que además mantiene posiciones muy dispares sobre la línea nacionalista del «premier» israelí Benjamin Netanyahu y que tradicionalmente vota demócrata.
El evangelismo protestante es –a diferencia del tradicional de las iglesias luteranas– una corriente transversal que subraya los elementos más carismáticos y sentimentales del movimiento de reforma. Su insistencia en el «renacer de nuevo» –predicado con pasión en los 80 y 90 por telepredicadores como Jerry Falwell y Pat Robertson– y en el carácter nuclear y exclusivo de la Biblia, le aleja del catolicismo, que también cree en la Tradición y en el Magisterio como fuentes de revelación divina. De la fe exclusiva en la Escritura a la lectura integrista del destino de Israel hay solo un paso. «Estar contra Israel –proclaman muchos evangélicos norteamericanos– es estar contra Dios».
En el núcleo del evangelismo norteamericano, bastión electoral de Trump, ha prendido el llamado «sionismo cristiano», un concepto que se desarrolló en Estados Unidos en el siglo XIX y que, en suma, defiende que la reunión del pueblo judío en Israel es un requisito imprescindible para la segunda y definitiva venida de Cristo a la tierra. Ese proyecto político-religioso, que los evangélicos defienden con textos proféticos del Antiguo Testamento, no tiene sentido sin Jerusalén como capital única y eterna, tal como también establece la ley israelí aprobada en 1980.
El apoyo al sionismo comenzó en los círculos puritanos de la Inglaterra del siglo XVII, donde era práctica habitual rezar por el retorno de los judíos a Palestina. En 1818 el presidente de Estados Unidos John Adams ya podía escribir: «Realmente deseo que los hebreos tengan en Judea una nación independiente». Ese es el espíritu que anima a los líderes evangélicos y a quienes ven en el Estado hebreo un signo del cumplimiento de las Escrituras. «Apoyar a Israel no es un asunto político sino una cuestión bíblica», ha afirmado el presidente de Cristianos Unidos por Israel, John Hagee, para quien no son relevantes las quejas de los palestinos cristianos cuando se les niega el acceso a los santos lugares.